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III

Como dije antes, mis conocimientos médicos, son, para decirlo rotundamente: mediocres. Sin embargo, un diagnostico de Agotamiento Nervioso Irreversible solo puede significar una cosa; el paciente era un psi. Un telépata, o muy probablemente un McKennista. Y si sumamos a esto el hecho de que encontramos en su habitación un souvenir del bar la Ostra Azul, pues es evidente que nuestro doctor era, no sólo un mentalista, sino muy posiblemente un veterano de las Guerras Psíquicas, sufriendo de deterioro nervioso agudo. Esto secuela del uso de sus habilidades mentales para la muerte. ¡Vaya personaje este Loncho! Un terráqueo luchando del lado de los Picapiedras. Con razón los polis lo odian y lo tildan de traidor al Sistema Solar.

A mí me vale verga si el buen doctor tuvo sexo con el mismísimo Rey de Marte, o si fue una dulce palomita. A mí me contrataron para revelar su paradero, y su paradero final fue la morgue. Así que el siguiente paso lógico a seguir, es hacer justicia para la familia de la señorita Ana Rosa y cumplir el trabajo que la Policía Solar esta jurada a realizar, pero se niega a hacer; descubrir ¿Quién asesino a un telépata?

Esto, es ya un problema en sí mismo.

A ver, asesinar a quemarropa a un individuo que puede leer y manipular tus pensamientos en un rango promedio de 150 metros es algo bastante complicado. Y sí este personaje además, está entrenado para hacer la guerra con sus destrezas psíquicas, pues es doblemente complejo. Obvio que nuestro sujeto era un individuo de edad bastante avanzada y que a suponer por el diagnóstico, debía estar, al menos, empezando a sufrir de los temblores. Sin embargo debió haber sido un oponente formidable. Tengo que buscar mas evidencias que me aclaren mejor el panorama de su muerte.

Siguiente escala; la morgue de Ciudad Picapiedra, debemos conocer a nuestro querido doctor Loncho en persona.

 

—Vaya, vaya, si no es el mismísimo Desiderio El Sepulturero Peña.

—Hace más de diez años que nadie me llama por ese apodo, viejo degenerado. —el encargado del turno de medianoche de la Morgue Municipal, es un viejo conocido. Vine a estas horas con la intención de encontrarme con él aquí, es un forense con años de experiencia y de confianza.

—Y que trae al viejo Sepulturero a la morgue a estas horas, ¿Hay alguno de aquí que sea obra suya?

—Deja de llamarme así. Ese mote lo entregue junto con mi placa. —acoté con aspereza mientras sacaba un cigarrillo de mi chaqueta y me lo llevaba a los labios.

—No puedes fumar aquí, Peña. Lo sabes.

—No pensaba encenderlo, Mortadelli, tranquilo.

— ¿Qué coño es lo que necesitas? —agregó finalmente.

—Estoy aquí por uno de tus inquilinos. Un fiambre llamado Julián Alonso Quijada-Gutiérrez.

El Doctor Quijada-Gutiérrez me recibió en su ultimo y acogedor aposento; una gaveta criogénica sólo un poco más grande que su cubículo del DistritoC. Su cuerpo, conservado en gases de hidrogeno a temperaturas bajo cero, estaba perfectamente conservado como el ultimo día en que dio un respiro. Su rostro tenía expresión serena y una mueca similar a una sonrisa, como si hubiera muerto de forma placentera. Las marcas de las laceraciones que dejo el puñal habían sido cauterizadas y eran ahora ocho largos y sinuosos queloides que hacían parecer su pecho un antiguo mapa del tesoro pirata.

Su estado físico era muy bueno a pesar de su edad. No tenía ninguna otra cicatriz, ni algún tatuaje.

—No hay heridas defensivas en las manos, o en los antebrazos. Como si no hubiera opuesto resistencia. ¿Habías visto algo así? ¿Estaba bajo la influencia de alguna droga? ¿Alcohol?

—Había bebido bastante pocas horas antes de su muerte. Su nivel de alcohol en la sangre era de 2.7.

— ¡Wow! Estaba al borde de la inconciencia. ¿Me muestras el informe de la autopsia?

—Voy a buscarlo.

Seguí con la vista al patólogo mientras salía de la habitación criogénica en dirección a su oficina, cuando volví la mirada a las gavetas mortuorias, el doctor Quijada-Gutiérrez, me miraba casualmente sentado en su camilla con expresión de asombro. Era un poderoso telépata. Ahora es solo un aferrado.

— ¿Así que usted es el detective que va a resolver el caso de mi asesinato? —su cuerpo desnudo, pero aun congelado, crujía cuando se movía.

—Me esta pagando su sobrina, Ana Rosa. Mi nombre es Desiderio Peña.

—Tan dulce, Anita. La única en esa familia de gilipollas que vale la pena.

— ¿Por qué no me dice quien lo mato y me ahorra mucho trabajo y penurias? Debe haber sido otro poderoso telépata, un viejo enemigo tal vez.

—Eso te lo puedo decir fácilmente, detective, pero no significaría nada. Además, te robaría la emoción de la búsqueda. Busca al chico del bar. El lo vio todo.

— ¿En la Ostra Azul?

—No, idiota, en el DistritoH, donde me apuñalaron. ¿No haz visitado la escena del crimen aún?

—Preferí venir a verlo en persona primero.

—Joder, como sea. Me desvanezco. El hijo de dueño del bar lo vio todo, en el DistritoH. —mientras decía esto, volvía a acostarse en su camilla. Asumió la misma posición y la misma expresión facial que había tenido antes de su resurrección espontánea.

Unos segundos después, el patólogo Cosmo Mortadelli entraba de nuevo en el cuarto criogénico con el reporte de la autopsia. No había nada en el que me sirviera de algo.

El doctor Loncho en su estado aferrado de semi-vida, tiene razón, mi próximo paso debe ser visitar la escena del crimen en el DistritoH.

 

Me dispongo sin demora a visitar la zona en cuestión, ya que lo mejor será revisar el área alrededor de las mismas horas en que sucedió el crimen. Abordo uno de los inmensos elevadores públicos en la plaza Garibaldi para descender hasta el DistritoF, a estas horas solo unos pocos desdichados los usan. Desde ahí tengo que seguir descendiendo a pie, o en transporte privado, los ascensores en esos niveles tan profundos de La Roca tienen décadas sin funcionar. El informe policial decía que el cadáver fue reportado por el dueño del bar El Hoyo de Queque, un sucio abrevadero local, ubicado en uno de los callejones más inmundos de la Zona Roja de ciudad Picapiedra. Debe ser ése el bar que Loncho me dijo en su desvarío de semi-vida.

Deambular solo, de madrugada, por esta zona, no es muy inteligente de mi parte, pero no será la primera vez ni la ultima que mi línea de trabajo me obligue a hacerlo. Gajes del oficio.

Encontré el Hoyo de Queque sin problemas. Su dueño, un roqueño de edad madura, con aspecto de cerdo rechoncho, de nombre Queque Román, me atendió a regañadientes. Los habitantes de los sub-niveles de La Roca tienen un serio problema de no confiar en la autoridad, y quien los puede culpar.

El bar tiene bien ganado su nombre, no es más que un hoyo cavado a la fuerza en la pared de roca-madre. Mal iluminado y mal oliente, su característica más dominante son los amplios ventanales de plexi-glass que permiten ver todo lo que sucede en el callejón aledaño, como si de una pantalla de proyección tridimensional se tratase.

Interrogué brevemente el señor Román sobre los hechos ocurridos cinco noches atrás y me dijo, efectivamente, que su hijo; Casimiro, de diez años, estaba de guardia en la barra aquella noche, porque él sufría de una de sus acostumbradas migrañas.

— ¿Es usted un Detective de verdad? —los muy abiertos ojos del avispado chico me examinaban de arriba abajo.

—Así es chico, me llamo Peña. Me ayudarías mucho en una investigación si me contaras lo que le contaste a la policía Solar de lo ocurrido hace cinco noches en el callejón.

— ¿Usa usted pistola? ¿La puedo ver? —parecía no haberme escuchado.

—No chico, no uso pistola —le mentí. —Soy un detective pacifista.

— ¿Pacifista? —repitió el chico, como si fuera una palabra en otro idioma—. ¿Y eso que es?

—Olvídalo. Cuéntame lo que viste cuando apuñalaron al señor de los niveles superiores.

—Yo lo vi todo, estaba solo, limpiando la barra. Mi papa estaba acostado atrás, borracho como siempre y no escucho nada.

—Muy bien, chico, así me gusta. Sírveme una pinta de Cerveza Lunar, y si me cuentas todo, hasta lo que no les dijiste a los polis, te dejare una buena propina.

Coloqué un cupón plástico de veinte créditos Solares en la mesa, cinco veces más de lo que cuesta la cerveza, y vi como los despiertos ojos del chico se agrandaron como dos huevos fritos.

—Claro, mister detective, tome asiento.

Las manos del pequeño barman manipulaban el vaso y las llaves de bronce que servían el dorado y espumante líquido de manera experta. En pocos segundos, tenía servida frente a mí, una legitima pinta de Cerveza Lunar, en un alto vaso de cristal, con la cantidad perfecta de espuma. Uno de los pocos y raros placeres que pueden darse hoy en día los roqueños hasta de los mas bajos estratos sociales.

Mientras saboreaba el primer trago de mi bebida el chico comenzó:

—Esa noche hubo muy poca gente en el bar, era miércoles. Mi viejo se había emborrachado temprano y se quedo dormido antes de las once. Yo aproveche para cerrar temprano. Normalmente los días de semana abrimos hasta la 1am, si hay clientela, esa noche yo estaba recogiendo ya a las doce y cuarto. —hizo una pausa para beber de su propio vaso con malta negra y luego de limpiarse la boca con un paño, prosiguió. —Lo último que hago antes de cerrar es limpiar el mesón de la barra, como puede ver, desde aquí se observa completica la intersección de la esquina del callejón Oeste con el callejón Sur.

—Lo veo, una visión magnifica de toda la escena del crimen.

—Esta zona es peligrosa, mister, sin duda. He visto todo lo que sucede en este barrio. Cosas feas. Pero la forma en que murió ese señor. Fue algo nuevo para mí.

— ¿Por qué lo dices? ¿Fue muy violenta?

—Todo lo contrario, fue muy… —examinó el techo de piedra pulida mientras buscaba la palabra en su cerebro— …placida.

— ¿A que te refieres? La victima fue apuñalada 8 veces en el pecho —exclamé.— ¿Es esa tu definición de una muerte placida?

—Es difícil de explicar, mister detective, todo sucedió como en cámara lenta. No se escucho ni un ruido, ni un grito, hasta los perros callejoneros estaban ausentes esa noche.

—A ver, chico, calma, empecemos desde el inicio. ¿Dónde ocurrió el asesinato?

— ¿Ve usted la entrada de esa gruta al otro lado de la calle? —su pequeño brazo se extendió hacia un punto ubicado a mis espaldas.

Me volteé y asentí. A unos veinte metros, cruzando la calzada del callejón Sur, pude ver lo que el chico me mostraba; una irregular entrada a otro local mal cavado en la roca-madre. A todas luces parecía ser un sucio prostíbulo clandestino.

—Todo sucedió frente al local de Madame Pompadur. Un picapiedra muy borracho salió del local como a las 12 y veinte…

— ¿Podrías identificarlo? —interrumpí—. ¿Cómo estas seguro que era un picapiedra?

—Por sus ropas, vestía como los trabajadores de las minas. El abrigo que usaba, lo recuerdo bien, verde oscuro, muy pesado y grande, estaba hecho harapos, pero aun se podía leer el logo de Polaris Mining Co. en la espalda. Todos los roqueños reconocemos ese nombre.

—Muy bien, prosigue —le dije mientras me llevaba, una vez mas, el alto vaso de cerveza a los labios.

—El picapiedras salió de donde la vieja Pompadur y no había dado cinco pasos cuando el hombre de la superficie apareció a sus espaldas. Era alto, delgado y con buen aspecto, era obvio que era un forastero, no parecía un roqueño nativo. Este señor empezó a hablarle al picapiedras. Por la distancia no pude entender lo que le decía. Aunque no me hizo falta oírles para darme cuenta de que el señor de la superficie no decía cosas agradables.

— ¿Crees que eran conocidos? Viejos amigos.

—No lo creo, mister detective. La reacción del picapiedras fue instantánea a las palabras del señor; saco de su abrigo un largo y afilado chuzo minero y sus intenciones no parecían nada amigables.

—Entiendo, chico. Continua.

—Aquí es donde la cosa se puso rara, mister detective. El señor de la superficie, en vez de correr por su vida, siguió insultando al picapiedras. O eso imagino yo, ya que veía su boca moverse, pero no lograba escuchar nada. Era como si me hubiera colocado tapones en los oídos, el silencio era absoluto  —hizo una nueva pausa, mas por dramatismo que por otra cosa—. De repente, el picapiedras no lo soporto más y se lanzo, chuzo en mano hacia el señor. ¿Creería usted que en este punto el hombre debió correr para salvarse o al menos defenderse de su atacante, cierto?

Moví la cabeza de arriba a abajo, absorto por la narración del chico.

—Pues nada de eso. El señor no retrocedió ni un milímetro, no emitió ni un solo grito mientras el picapiedras lo apuñalaba varias veces con tanta fuerza que lo tumbo al piso. Una vez en el piso, el minero hizo una pausa, al ver que su victima no se movía, le reviso todos los bolsillos, saco algunas cosas que no pude ver y cuando estuvo satisfecho, levantó la cabeza y miró a ambos lados. El callejón estaba vacío, no hubo testigos. No logró verme porque justo en el momento en que levantó su cabeza, yo escondí la mía bajo la barra. Cuando tuve el valor de volver a levantarme, pude ver la espalda de su abrigo verde desaparecer corriendo hacia la oscuridad del callejón Sur.

 

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